La vida de este último toma un súbito giro cuando, estando en el lugar y momento equivocados, es culpado de un acto violento perpetrado por “Los F”. Sin otro remedio, Ulises escapa hacia los Estados Unidos, donde pronto debe enfrentar las dificultades de la inmigración ilegal.
Disponiendo prácticamente de un elenco no profesional y tomando un enfoque cuasidocumental por momentos, Frías de la Parra humaniza y le da rostro a los cholombianos, víctimas silenciosas de la Guerra Contra el Narcotráfico, sin ningún tipo de sensacionalismo y rindiendo tributo a la desaparecida Kolombia.
Por supuesto, Ulises se roba toda la atención. Poco a poco, el espectador se va adentrando en la frustración de un chico exiliado, lastimado e incomprendido que tiene a la cumbia como único aliado en momentos de desesperación.
Pero, al mismo tiempo, Frías de la Parra ofrece un atisbo de esperanza con la improbable relación que surge entre él y Lin (Angelina Chen), una chica intrigada por su aspecto. La interacción entre ambos nos regala varios de los momentos más curiosos de la cinta, como cuando Ulises trata de explicarle a su nueva amiga los distintos significados de “verga” o el intrincado mapa de pandillas cholombianas regiomontanas. Tristemente, esta dulzura y inocencia parecen solamente momentos efímeros que pronto serán opacados nuevamente por la desesperanza.
Y aunque Ulises intenta resistirse a los nuevos tiempos o a ciertas imposiciones sociales, un nuevo orden se gesta en casa en todos los niveles. Y mientras Kolombia desaparece y el gobierno comienza una guerra en su propio territorio, Ulises, haciendo gala del hombre de su grupo, se mantiene más terco que nunca.
Mientras vemos a Ulises bailar en un especie de trance con los rascacielos de Monterrey de fondo, algo está claro: el joven ha quedado perdido sin hogar físico y espiritual. Sin una pandilla y con violentos enfrentamientos rodeándolo por doquier, ¿qué le puede deparar en el futuro? Su vida le ha sido arrebatada, la cumbia finalmente ha dejado de sonar.