“Deja que todo te pase, la belleza y el terror, solo sigue andando, ningún sentimiento es definitivo”. Con esta cita de Rainer Maria Rilke, Taika Waititi cierra la controversial Jojo Rabbit, cinta con una de las premisas más originales que se hayan visto en Hollywood en los últimos tiempos.
Un niño nazi profundamente comprometido con el partido y con un amigo imaginario moldeado a partir de Adolf Hitler podría sonar a demasiado, sobre todo para quienes vivieron de alguna forma u otra el brutal embate de nacionalsocialismo; sin embargo, el director neozelandés, más cotizado que nunca, consigue que su arriesgada idea no se contagie del mal gusto o de aquella a veces ridícula necesidad de mantenerse ajeno a los temas delicados.
Su tiempo de reposo le permite pasar más tiempo con Rosie (Scarlett Johansson), su madre; y Adolf (Waititi), su amigo imaginario. Los mensaje opuestos que recibe de libertad y opresión de cada uno son puestos a prueba cuando descubre que Elsa (Thomason McKenzie), una niña judía desamparada, ha estado viviendo en su casa todo este tiempo. Su improbable relación pronto se ve impactada no solo por el acecho de las autoridades, sino por el final mismo de la guerra.
Si bien es cierto que se trata de una adaptación de la novela Caging Skies de su compatriota Christine Leunens, el tono y enfoque de la trama provienen de la habilidad de Waititi para poder presentar una de las terribles facetas del nazismo en forma de una tierna comedia sobre un niño al que se le presenta la invaluable oportunidad de reivindicarse.
Esta confusión se convierte en el centro narrativo de la cinta, la cual también presenta a Elsa como otra piedra en el zapato para el protagonista, probablemente la más grande de todas. Davis, joven actriz con un gran presente y futuro, también hace un buen trabajo como la desesperada y lastimada chica en busca de la salvación.
Finalmente, Yorki (Archie Yates), su segundo mejor amigo después del führer, claro está, emerge como uno de los ya recurrentes personajes dulces, impetuosos y torpes en el catálogo de Waititi. Y no podía faltar último, el único capaz de interpretar la versión más ridícula y satisfactoria de Hitler, un megalómano que de cierta forma mantiene control sobre las ideas y pensamientos de su joven pupilo, así como los de toda una nación.
Por medio de su sátira y característico humor, Waititi nos cuenta la historia de un niño frente a una bifurcación en el camino. Hacia un lado, yace la senda del odio, el adoctrinamiento, y la humillación; en el otro, la redención, la aceptación, y el amor se pueden ver en el horizonte. Aunque su decisión parecía haber sido tomada, la inesperada llegada de Elsa supone la destrucción de buena parte de sus creencias, pero también la posibilidad de una reconciliación con él mismo.
Es en ese rubro donde Waititi pone todo su empeño, en sacar a relucir aquellos lazos afectivos que surgen en momentos de zozobra e incertidumbre, un rayo de esperanza en medio de las tinieblas.
Waititi podrá ser criticado por desplegar este tipo de relato en un contexto con cicatrices que nunca terminarán de cerrar, aun cuando este no duda en darle una contundente resolución a los personajes de su obra, incluidos los malos; pero nadie puede negar que el riesgo que ha tomado el neozelandés ha rendido sus frutos. Al final, Waititi ha salido avante al mostrarnos esa diminuta belleza contenida en el terror máximo, la misma a la que Rilke hace referencia.