¿Qué ocurre cuando un acontecimiento tambalea nuestra frágil vida hasta sus mismos cimientos? ¿Qué pasa cuando no estamos preparados para lo que hemos dejado que nos alcance? ¿La vida nos puede sonreír y lastimar al mismo tiempo?
Payne y compañía han hecho realmente una cinta que clama la sinceridad como principal atributo. La gracia de cada uno de los actores es determinante para el desarrollo de la historia y muy pocos son los altibajos que encontramos.
Me agrada que Payne no quiera que simpaticemos con la convaleciente, su condición es su mejor defensa pero aun así, el sentimiento dista mucho de lo que de verdad nos genera la esposa de Matt.
Finalmente, y algo que realmente me encantó, fue la forma en que el realizador nos presenta Hawaii. Recorremos sus pequeñas calles, conocemos a su gente, nos damos cuenta de su rutina, la amamos, la odiamos. Payne nos acompaña por un recorrido por esta conjunto de islas y no como guía turística, sino como el líder de un grupo de forasteros que darán un vistazo a una población salvaje, inusual, fascinante y que al final, termina siendo idéntica al espectador.
Cuando llega el gran día de la decisión del negocio, nos queda una gran interrogante. ¿Matt realizó su decisión pensando en su tierra o en su esposa? Ya sabrán a qué me refiero.
En las escena final, cuando el torbellino de acontecimientos ha pasado, Matt y sus hijas miran pacíficamente el documental La Marcha de Los Pingüinos, y en él, encuentran lo mismo que yo al ver Los Descendientes: una familia de un lugar del que tenemos un concepto extraordinario pero que para sus habitantes, es su hogar, el lugar del que están orgullosos y del que nunca querrán irse.