Flow es, probablemente, una de las experiencias audiovisuales más ricas que hayamos vivido en los últimos tiempos. Sin diálogo alguno, con un estilo de animación único y momentos que se quedan en ti, estamos ante una obra maestra que nos invita a conectar con la naturaleza una vez más.
Gints Zilbalodis nos sumerge en un mundo que resulta muy familiar para aquellos adeptos a los videojuegos. Más allá de que el concepto resulte parecido al de Stray (protagonizado igualmente por un gato), la cinta se desenvuelve como una especie de mundo abierto como los de Team Ico o Thatgamecompany (The Last Guardian, Journey), en donde la paz y la aventura se mezclan para ofrecer una dinámica de juego muy singular.

La animación, que recuerda un poco a la de los últimos títulos de Zelda, es sencillamente maravillosa. Su imperfección es lo que hace que este universo se sienta tan cercano. El diseño de los personajes también es sumamente convincente, pues la fidelidad con la que presenta a un grupo de seres vivos le da un cierto toque de inesperado realismo a la propuesta.
Y en ese mismo sentido, resulta maravilloso darse cuenta de que estos animales en verdad actúan como tal, y no como la versión antropomorfa que solemos ver en casi todas las películas animadas. Zilbalodis hace todo lo posible para que la inmersión sea absoluta.
Pero la verdadera maestría de Flow se asoma en la simple historia que ha construido: un gato y sus nuevos acompañantes tratando de sobrevivir una catástrofe. El evidente mensaje ambientalista es potenciado por la interacción entre los personajes —cada uno con divertidas características—, cuya inicial confrontación se convierte en un esfuerzo de cooperación en busca de la supervivencia.

Aunado a ello, el filme encuentra sus momentos más poderosos en escenas de suma tranquilidad y aparente espiritualidad. Una en particular, que involucra al gato y a uno de sus compañeros encontrándose con algo que va más allá de la compresión, tiene que ser uno de los instantes más bellos que se hayan visto en una sala de cine en este siglo.
Al final, Flow emerge como una celebración de la vida y del ciclo que ata todo lo que vive a la muerte; pero incluso en ella hay motivo para estar agradecidos, y Zilbalodis hace de este esfuerzo una oda a la naturaleza, tanto su principio como su final. No queda más que alabarlo por recordarnos la belleza de nuestra existencia y del planeta que habitamos.