En una de las cartas que Erzsébet (Felicity Jones) le envía a su esposo László (Adrien Brody), esta cita a Goethe par describir su situación: “Nadie es más esclavo que quien falsamente cree ser libre”. Sin saberlo, la frase también está por describir la vida de su marido, un arquitecto húngaro que ha llegado a Estados Unidos escapando de los nazis para empezar una nueva vida —algo así como una secuela espiritual de El Pianista (The Pianist, 2002)—. La referencia engloba todo lo que representa El Brutalista (The Brutalist, 2024), una épica titánica sobre la pesadilla que aguarda más allá del llamado “sueño americano”.
Con su nuevo trabajo, el actor convertido en director Brady Corbet presenta el viaje de László como una profunda exploración a las entrañas de aquel Estados Unidos guiado única y exclusivamente por las ganancias; una representación de la podredumbre que funciona como base del sistema que enmascara la opresión con una falsa sensación de libertad. Una completa estafa, como a las que se refiere la cruel esposa del primo del protagonista.
La cinta llega en un momento en que las deportaciones masivas se han convertido súbitamente en el pan de cada día en el país norteamericano. “No nos quieren aquí”, declara László cuando, en un punto determinado de su odisea, finalmente ve al diablo a los ojos y se debate entre someterse o liberarse realmente. Corbet retrata la grandeza de un país de una manera singular: a través del esfuerzo y los sueños de los migrantes, a quienes siempre les han dado la espalda sin importar lo que hagan. La tolerancia como una “respetuosa” forma de despreciar; dejarse asimilar o ser expulsado.

El guion de Corbet y Mona Fastvold muestra su astucia al también incrustar en su discurso el concepto de la arquitectura; el diálogo que pronto establece con la cinematografía expresa, principalmente, el sentir de Corbet, quien hace unas semanas, tras ganar el Globo de Oro, pidió más respeto por el trabajo del director en la industria. El suplicio de László tiene mucho que ver con eso, pues la visión artística de la obra que un millonario le encomienda se ve comprometida en innumerables ocasiones por intromisiones, falta de confianza y problemas de presupuesto. Su estoicismo va de lo conmovedor a lo desolador, y no queda duda de que el cineasta integró una parte de su frustración artística en el personaje principal.
De aquí se desprende, además, un tratado sobre la reconstrucción. Hablar de El Brutalista significa recuperar el proceso denominado como VistaVision para filmar —en desuso por más de medio siglo—; de recuperar esa majestuosidad cinematográfica de antaño; de un intermedio como los de los viejos tiempos. La apabullante fotografía de Lol Crawley, los vastos espacios que se usaron para las locaciones y el mismo paso del tiempo en la trama aluden a una época fílmica gloriosa que le otorga trascendencia a la cinta. Esta restauración, claro, se presenta tanto en la labor arquitectónica de László como en su propio descubrimiento como ser humano.

El Brutalista pone a prueba al espectador no solo con su duración bíblica, sino también con un lento pero seguro descenso a la cloaca moral que soporta Estados Unidos —lo que la emparenta con Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007), de Paul Thomas Anderson—, la cual queda completamente al descubierto durante una muy dura segunda parte de la película, opuesta en muchos sentidos a la primera.
“Se trata del destino, no del viaje”, recuerda la sobrina de László durante el epílogo. Corbet se hace presente nueva y sutilmente con una potente e irónica declaración; el capitalismo es una amenaza latente para la creación artística, y resulta ya sumamente complicado que el sufrimiento y la pasión de un creador signifiquen algo cuando el sistema solo busca lo tangencial y lo que pueda “presumir”, así como el mecenas de László hace en todo momento. Eres indispensable, hasta que no. De ahí que el sometimiento sea tan importante.
El Brutalista es una obra maestra contemporánea cuyo valor trascenderá cualquier premio o controversia; he aquí una poderoso recordatorio del fracaso del sueño americano —la Estatua de la Libertad de cabeza durante la secuencia inicial lo deja en claro— y de la necesidad de revalorizar la esencia artística del séptimo arte.