En la obra en cuestión, el desamparo ante el lento pero seguro resquebrajamiento del cuerpo y mente de una persona suponen el real e insostenible suplicio.
Cuando finalmente aparece de la nada, y aparentemente sin recuerdo de alguno de lo que sucedió en días pasados, Kay y Edna no tardan en confrontarse de nuevo cuando discuten sobre qué pasará a continuación. Pensando en ingresarla a un asilo, Kay tiene dudas sobre el estado mental de su madre, pero todo empero cuando Sam descubre algo todavía más inquietante en la condición de su abuela.
Si bien la demencia es la condición en la que la australiana-japonesa se enfoca para construir su relato, el toque personal resulta evidente tanto por la intimidad con la que filma como por el desarrollo de la trama, la cual concluye de manera inesperada dados los estándares del género, si es que pudiéramos considerarla como parte del mismo.
En una escena, por ejemplo, Kay y Sam discuten sobre el futuro de la segunda, el cual, al menos en ese momento, parece estar destinado a servir tragos en un bar. Por otro lado, cuando Kay finalmente puede interactuar con su madre, otra relación en mal estado no tarda en asomarse. La severidad e impaciencia de Kay pronto se ven contrariadas por la necedad y rebeldía de su madre. Esta discordancia generacional enseguida se convierte en uno de los temas principales de la película.
Con este, la directora nos adentra en la frágil mente de la abuela a través de una serie de pasillos con triques arrumbados y extrañas bifurcaciones que regresan al mismo sitio. La casa dentro de la casa es lúgubre, complicada y en pleno estado de derrumbe. Enseguida, Sam se vuelve víctima de la desesperación en todos los sentidos al verse atrapada en este lugar. ¿Cómo ayudar entonces a una persona que ha dejado de ser ella misma?